lunes, 27 de junio de 2011

"Volveremos"

Lo que están a punto de leer es un trabajo para la facultad. Una simple consigna académica que parte de una frase y que debía desarrollar libremente. No sabía que escribir, pero lo ocurrido ayer, me ayudó mucho. Espero que lo disfruten.



Por Esteban Schoj *



Ella fue a una fiesta. Se había preparado toda la semana para ese evento. Estaba nerviosa y asustada, pero esperanzada. Sabía que todo iba a salir bien. Mas tarde, tan sólo dos horas después, si no hubiera sido por él, hoy ella no estaría recuperándose.

Se despertó temprano sin necesidad de oír la rutinaria alarma. Esos nervios y ese susto que no la habían dejado descansar, hicieron su trabajo. Hizo todo lo que levantarse implica y a la una de la tarde escuchó el grito de su padre: “¡Vamos hija!”

Abrió su marrón placard, luego el segundo cajón y tomó entre sus manos el amuleto. Lo estrujó, lo miró como quien mira a un hijo, con amor, lo beso apasionadamente y mientras cerraba los ojos lo aprisionó contra su pecho durante pocos pero intensos segundos.

Papá llamaba una vez más y así ella despertó de ese sueño pasional que vivía junto a su objeto más preciado. Lo enrolló en su mano derecha y emprendió el camino al encuentro con su padre que, también ansioso, empezaba a perder la paciencia.

El camino a bordo del, recién lavado, Gol gris estuvo lleno de recuerdos de viejas proezas. Esas que su padre había presenciado y que ella ya sabía de memoria de tanto escuchárselas. “El día de la pelota naranja”, era el caballito de batalla para invocar a los grandes héroes del pasado que tanta falta harían hoy. La fe estaba intacta. Faltaba lo peor.

Todo parecía que saldría de maravillas: a los cinco minutos de empezada la fiesta, el envión que dio ese grito de los más de 50.000 invitados a la cita anunciaba un final feliz. Todo se desvaneció poco a poco. Las caras de los presentes se transformaron, se desfiguraron. Lágrimas e insultos empezaban a esbozarse. Ella, una peregrina más que sufría, no disimulaba su llanto y no soltaba el amuleto.

Final. Está hecho. Lo imposible ocurrió: “Nos fuimos”, repetía y repetía sin poder entenderlo. Papá la abrazaba tratando de disimular su propia angustia. Quería transmitirle fortaleza.

Eligen irse despacio a casa. La fiesta que no fue, había terminado. Pero para otros, no. Aquellos pocos que decidieron quedarse pasarían a ser su peor pesadilla. Los más de dos mil policías invitados al evento intentaban, sin armas de fuego, detener el aluvión de violentos que destrozaron el lugar y que seguramente sin desearlo, pero con mucha impotencia e impunidad, la tendieron a ella en el piso de un piedrazo en la cabeza.

Papá esta desesperado. Llora sin consuelo. Sus manos están llenas de sangre, la sangre de su hija desvanecida que no para de emanar por entre su cobrizo cabello. La toma en sus brazos, la levanta como puede y huye del lugar, pero no mucho, dobla en la primera esquina y se resguarda detrás de una camioneta que aún no había sido víctima del vandalismo. Ella parece inconsciente. Su mano izquierda está flácida. La derecha, sostiene con fuerza el amuleto.

“Ayúdenme por favor, ayúdenme”, grita el padre hundido en desconsuelo. El frío polar ya ni se siente. Nada importa, ni el agua que los efectivos policiales arrojaron que los llegó a mojar un poco cuando ambos caminaban. Un joven se acerca. Rara solidaridad en un momento de miedo y adrenalina. La mira a ella, lo mira al padre. Le toma el pulso y lo vuelve a mirar a él, ya algo preocupado. De repente le pide al padre algo para apoyar la cabeza ensangrentada de su hija. No tiene nada. El joven, que se empieza a recibir de paramédico, descubre el amuleto. Ella no reacciona hasta que siente el tirón. “No”, alcanza a balbucear. “Tranquila”, dicen casi al unísono, el padre y el joven, que empieza a poner en práctica sus útiles conocimientos en primeros auxilios. Estruja el amuleto y lo convierte en una improvisada almohada. Ella lo sigue con la mirada hacia arriba hasta que lo pierde del campo visual. Cae en shock. El muchacho saca un pañuelo blanco de su bolsillo y le pide al padre que lo presione contra la herida. El amuleto y el pañuelo, ahora ensangrentado, se confunden: son iguales ahora.

Pese a ese momento de lucidez en el que sintió que le robaban la vida, ella permanece inconsciente. No tiene pulso. El ayudante voluntario le desnuda el torso y comienza con los ejercicios de reanimación y la respiración boca a boca.

Papá llora. El joven se agita cada vez más. Ella tose. Papá vuelve a vivir. “Volviste, hijita”, dice emocionado. Ella, le contesta. Pero antes busca debajo de su nuca y toma el amuleto. Lo mira, está algo manchado con su sangre. Los despliega, y entre lágrimas mira a su padre y a su salvador, y con convicción les asegura: “Vamos a volver”.



* Bostero de corazón, por si acaso se hiere alguna susceptibilidad.