miércoles, 13 de abril de 2011

Memorias de Lector: La historia que despertó bajo el árbol


Ya habían pasado algunos minutos de las doce de la noche. Era Navidad. El brindis y la escapada a la cancha de fútbol del predio donde estábamos festejando la Noche Buena para tirar bombas de estruendo y cañitas voladoras, fueron la excusa perfecta para que mi madrina llenara el árbol de regalos sin que vieran los más chiquitos. Al pie del adornado y colorido arbolito descansaban los paquetes brillantes que en su mayoría presentaban carteles rotulados con los nombres de mis seis sobrinos.

El 2009 se iba, y las esperanzas de tener un mejor 2010, como todos los finales de año, renacían. Entre la alegría de los chicos con sus nuevos regalos, veo como mi hermana se acerca hacia mí con una copa en la mano derecha y un paquete rojo y negro en la izquierda: “Un periodista deportivo no puede no leer esto. Feliz Navidad”, dijo Verónica y acercó su copa casi llena a la mía, casi vacía. “Gracias, Feliz Navidad. Salud”, contesté, la abracé y rompí el envoltorio, entusiasmado.

Para ser sincero, nunca fui amante ferviente de la lectura. Ex estudiante de la carrera de odontología, pasaba largas horas memorizando nombres difíciles y hacía apenas diez meses que había virado el destino de mi vida y de mi vocación. Algo nuevo nació dentro mío cuando abrí ese paquete rojo y negro. Junto con el libro que contenía, emergió una marea de inquietudes y de curiosidades. Un germen dormido se había despertado.

Parados sobre el paraavalanchas de la tribuna que lleva el nombre del León Natalio Pescia estaban amuchados los líderes de La Doce. Me miraban desafiantes, impunes, intocables. Seguramente resguardados por el ala protectora de funcionarios políticos que ocupan cargos en los clubes de fútbol de nuestro país.

Tanta corrupción en torno a un fenómeno social como es el fútbol, me fue llevando por caminos paralelos que en algunos puntos se cruzaban. De a poco fui internándome en la historia, en la política, en la sociedad, en la cultura. Y la sorpresa era cada vez mayor.


La relación de diferentes intereses, de toda índole ellos, con el poder y la ambición que estos persiguen, se transformó en uno de los nichos que decidí explorar. Años y años remontados hacia el pasado me enseñaron de donde venimos los argentinos, de que somos hijos, por qué somos como somos y por qué actuamos como actuamos. Lo que no me pudieron decir los libros fue hacia dónde vamos. Eso es lo que tenemos que construir día a día: nuestro destino.

Fueron esas inquietudes nacientes las que me depositaron en este nuevo camino. En el camino de la lectura y en el de formar mi propio porvenir. El hecho de abrir un libro se transformó, para mí, en el acto de ingresar a él. Me sentía protagonista de la historia que me atrapaba. Los sentimientos fluían al ritmo de las vueltas de páginas: sonrisas, lágrimas, carcajadas, escalofríos… Un poquito de todo, como decía mi abuelo Pepe cuando le preguntaban que pensaba comer ante una mesa que mostraba variedad y abundancia.

Lejanos en el tiempo habían quedado aquellos días enteros en la selva, en la que los yacarés en guerra tenían tiempo para mofarse de las graciosas medias de los flamencos y de un loro que, poco a poco, se desplumaba.

Era el turno de la historia de mi patria. Y me vi Obligado a dar Vueltas a orillas del Paraná, cuando no todo era color de Rosas. Junto a los sectores más populares de la nación luché para defender la soberanía nacional ante la arremetida de los franceses y de los ingleses, atraídos a estas tierras por intereses económicos y políticos.

Fui contemporáneo de los infames que, allá por 1930 y hasta 1943, esgrimieron el fraude, la represión, la proscripción y la corrupción como arma de poder.

Tuve la suerte de tener un presidente que se fijó en nosotros, los trabajadores. Porque a mediados del siglo XX me volví uno de ellos. Y vi como esas manos cuarteadas de tanto laburar resistían el dolor para aplaudir al líder que los guiaba.

Me hice el muerto abrazado a Julio Troxler en los basurales de José León Suárez y juntos nos salvamos del tiro de gracia. Huimos de esa. Pero no pude rescatarlo de la ráfaga de disparos que le propinó la Triple A casi 20 años después, en 1974, en Barracas.

Casi me matan las balas que se cruzaban las diferentes fracciones del peronismo: “‘Viva Perón’, gritaban algunos mientras gatillaban sus armas. ‘Viva Perón’, respondían otros devolviendo los disparos”. Fui testigo de ese terrible momento de la historia argentina y al igual que los Setentistas milité y peleé para que el régimen castrense no se apoderada de la situación. Pero no lo logramos. Y fui un desaparecido más. Podía ver desde adentro del libro como mi pieza estaba vacía. Yo ya no estaba.

Se me paralizó el corazón cuando tomé conciencia de que al cantar junto a la multitud tras el triunfo en el Monumental sobre la Naranja Mecánica, en 1978, “Videla, Videla, dejate de joder, si el lunes se trabaja vos sos un holandés”, estaba siendo funcional a un proceso de vaciamiento político, económico, social y cultural.

Aplaudí el retorno a la democracia y comencé a luchar para que no se olvide lo que había ocurrido. Eso no podía pasar nunca más.

Me enteré que no solo en mi país se arremetió contra la vida y la libertad. Entendí que toda America Latina sangra por sus venas y asumí el compromiso de contribuir a que la historia actual cicatrice esas heridas. En uno de estos tantos viajes, un yorugua simpático me dijo: “Pibe, en la historia de los hombres cada acto de destrucción, encuentra su respuesta, tarde o temprano en un acto de creación”.

Y aquí estoy. Dispuesto a construir, a crear. Pero ahora, y gracias a Verónica, nunca más sólo. Ahora, con un libro bajo el brazo.